24 de junio de 2023

Cuando ya no quede nadie

Esther López Barceló, Cuando ya no quede nadie. Ed. Grijalbo, 2023

Si las novelas surgen de los intereses, vivencias y convicciones (o dudas) de sus autores, seguramente sean en este caso el tiempo y el cariño compartidos con sus familiares, la experiencia profesional, el compromiso social y político y la sensibilidad literaria de Esther López Barceló los que se han concretado en una obra que merece ser leída. En tiempos difíciles como los actuales, lo que nos cuenta aporta cierta esperanza de que no se pierdan los avances logrados en las últimas décadas, como la Ley de la Memoria Histórica que se aprobó el mismo año en que transcurre parte del relato.
Las diferentes líneas temporales y la multiplicidad de protagonistas -una estructura compleja que la autora convierte en sencilla para los lectores- se muestran como recursos necesarios para reflejar la realidad de historias que, pese al tiempo transcurrido, siguen activas en el ahora. Esta influencia en el presente del pasado -aunque los personajes lo desconozcan, quizá aún en mayor medida por eso- se concreta, por ejemplo, en la transmisión entre generaciones de habilidades y somatizaciones.
«¿Qué será de nuestras lápidas cuando ya no quede nadie que nos recuerde?»
Cuando ya no quede nadie aborda las relaciones entre memoria y silencio, recuerdo y olvido, relato y omisión; la necesidad de saber enfrentada a los secretos familiares y a la invisibilización por parte de la historia oficial. Al leerla, conectaba con la definición de memoria familiar que hace Robert Neuberger (1995): "un proceso de selección de aquello que es conveniente olvidar, con el fin de sostener, mantener y transmitir el mito de un grupo familiar". El psiquiatra francés afirma que, para asegurar una identidad familiar, intentamos evitar elementos que singularizan demasiado, como una particularidad relacionada con el contexto social y político.
Si el yayo perdió su memoria, habrá que salir a buscarla.
El sentido de la memoria histórica se encarna con claridad cuando recoge una asamblea de familiares que luchan por la exhumación de fosas. Para sus miembros se trata, ante todo, de un imprescindible homenaje a las personas asesinadas y una forma de cerrar el círculo de la historia familiar y las heridas abiertas. Y, junto a otros personajes (Gabriel, Lucía, Pilar, Miguel) nos muestran la necesidad de narrar para crear lazos que posibiliten el encuentro.
-No, si a mí me gusta hablar de mi madre. Me duele, pero al mismo tiempo me hace bien. Necesito que todo el mundo sepa de ella, porque si yo me muero y mis hijas tampoco consiguen sacarla, tiene que haber alguien que siga intentándolo hasta el final. Me da mucho miedo que se la olvide cuando ya no quede nadie. Me da mucho miedo que se quede en la cuneta tirada para siempre, como si fuera un perro, como si no la hubiera querido nadie nunca.
Narrar, también, desde el género. Aquí vemos la importancia de contar desde las mujeres, como vía necesaria para recoger sus formas de sobrevivir económicamente y sostener a la familia, las dificultades para formarse, el dolor de la menstruación, los embarazos, abortos y partos. Al mismo tiempo, presenta varios modelos de marido y padre, sin caer en los tópicos del héroe y sin identificar automáticamente militancia política y conducta en el ámbito privado o en las relaciones de pareja. También reconoce el inevitable lugar de la muerte en nuestras vidas, algo que actualmente tendemos a invisibilizar. La habilidad de Barceló para transmitir emociones e ideas sin necesidad de ser explícita late en los cuerpos y objetos llenos de significados, cruciales en la trama de intriga que recorre su novela.
Por último, destaca otro aspecto a veces olvidado: la importancia de las condiciones materiales de vida. La guerra civil española no fue (solo) un enfrentamiento entre ideologías, sino entre quienes tenían el dinero o el poder y los que no. Se ve muy claro cuando Pilar ocupa los espacios en los márgenes, los que nadie quiere, porque cree que no tiene derecho a más...
En definitiva, una novela llena de información, emoción e historia, con un lenguaje cuidado, como ejemplifica la primera frase, que describe a la protagonista desde lo que vive como pérdidas... a las que se van sumando otras, pero que se convertirán en recuperaciones durante su viaje:
Ofelia tiene el pelo cano, cuarenta y siete años, un dolor ciático que viene y va, y un padre muerto hace media hora.

11 de octubre de 2020

Fahrenheit 451

Ray Bradbury, Fahrenheit 451 (1953)

Rencontrarse con algunos libros años después de la primera lectura provoca, inevitablemente, volver a sentimientos e ideas unidas a ese momento. Algunas proceden de las propias obras, pero otras formaban parte del contexto vital del pasado. Creo que ambas se mezclan y pueden llegar a confundirse, porque son ya inseparables.
 
En mis primeros años de adolescencia me fascinaba la ciencia ficción. Leí a Shelley, Wells, Asimov, Orwell, Bradbury, Clarke y Dick. Pero esa atracción se transformó de golpe en rechazo y, años más tarde, en incomodidad y sensación de tristeza. Coincidió con la muerte de mi padre; en aquellos días, lo recuerdo con claridad, estaba leyendo una recopilación de relatos de varios autores del género, que abandoné antes de devolver a la biblioteca. Como cuando el cuerpo, de manera instintiva, deja de comer  los platos que tomó justo antes de enfermar, me alejé casi por completo de estas historias.
Es curioso cómo se comporta la mente. En un artículo de prensa (Los fantasmas de los demás, El País, 16 de agosto de 2020), Andrés Barba contaba cómo, tras morir su padre, lo veía a veces andando por la calle; no confundiéndolo con otra persona de rasgos parecidos, sino siendo él. Al leerlo, caí en la cuenta de que a mí me pasó lo mismo. Como al escritor madrileño, no me suponía una sorpresa ni llegué a preocuparme por mi salud; era consciente de que se trataba de un efecto de la nostalgia y del proceso de adaptación a la nueva realidad. Suponía, incluso, cierto consuelo efímero, una oportunidad para recordar.
 

Con motivo del centenario del nacimiento de Ray Bradbury, he releído Fahrenheit 451. Una maravillosa sorpresa que, creo, ha contribuido a la lenta transformación de mis sentimientos hacia la ciencia ficción y las distopías; ahora me siento más cómodo con su lectura y vuelvo a tener curiosidad  por el género.
 
Esa nueva atracción por el texto va más allá de su poesía interna, que no recordaba. Quizá sea porque ha coincidido con una época en que doy muchas vueltas a nuestro uso de las tecnologías y lo que implican a la hora de relacionarnos con la realidad y dotar de contenido a nuestro tiempo. En este sentido, creo que hay interpretaciones de la novela que, por complacientes o por centrarse en lo accesorio, se alejan de las preocupaciones y objetivos de su autor.
 

Fahrenheit 451 presenta una sociedad en la que el principal problema no es, como se recuerda en el imaginario popular, la quema de libros. Es fácil sentirse indignado hoy ante la idea de destruir ejemplares. Sin embargo, creo que esa reacción no se debe tanto a la preocupación por el triunfo de la censura o la limitación del derecho de expresión y de la libertad de pensamiento, como por la influencia de un contexto económico en que se potencia el libro únicamente como objeto de consumo.
En El bibliómano ignorante, un ensayo del siglo II, Luciano se dirige a un interlocutor (seguramente hipotético y, por eso, en realidad a cada lector) para realizar una sátira sobre algunas costumbres que siguen vigentes: aparentar en público, el falso elitismo cultural, la compulsión de poseer solo para mostrar... En definitiva, el dar más importancia al objeto como fuente de estatus que al contenido como vía para acceder al conocimiento y la belleza. El comprador de libros al que interpela Luciano recuerdan a los influencers actuales, sujetos: siempre pendientes de aquellos que les halagan, y que a veces publican fotos en los que el libro sirve como complemento o, incluso (¡ay, Señor!) los "escriben".
 
Pero creo que para Bradbury, más lector apasionado que consumidor, los libros tenían un valor extraordinario por ser el vehículo para vivir una existencia activa, creadora y consciente. La desgracia de Montag o Mildred no es (solo) no leer, sino haber dejado de reflexionar y tener conversaciones significativas, sepultar la naturaleza bajo la artificialidad, perder el contacto con el mundo exterior (personas, lugares, ideas, crítica del sistema sociopolítico) y sustituir las emociones por una estimulación constante y pasiva. Eliminar el dolor supone acabar con los recuerdos, el deseo y el conflicto interno, morir en una vida anestesiada, convertirse en un recipiente vacío. Inquietantemente parecido a la corriente de positividad tóxica que nos invade.
 
De hecho, la sabiduría de Clarisse, uno de los detonantes de la toma de conciencia del protagonista, procede del pasado transmitido oralmente por su tío, de la convivencia familiar y la experimentación directa del mundo. En cambio, el villano Beatty sí ha tenido contacto con los libros, aunque retuerce su mensaje hasta utilizarlo como un arma.
 
Una obra tan llena de sugerencias como ésta dará lugar a interpretaciones contrapuestas, seguramente marcadas por la ideología y tendencias del lector y, en mi caso, en algunos puntos muy diferentes a las que parecía mantener el propio creador. Además de lo ya dicho, refuerza mi convencimiento de que la desinformación es pieza clave en cualquier proceso de dominación social: los habitantes de la ciudad prefieren vivir de espaldas a la guerra que se cierne sobre ellos, mientras consumen mensajes rápidos tan similares a nuestras redes sociales y a los programas de entretenimiento barato… Pero eso es ya contar demasiado.

13 de abril de 2020

Ex Libris: bibliotecas e inclusión social

Frederick Wiseman. Ex Libris: la Biblioteca Pública de Nueva York (2018)

El maravilloso documental Ex Libris: la Biblioteca Pública de Nueva York (disponible en Filmin) nos propone una amplia mirada a la actividad diaria de la NYPL y demuestra su imprescindible papel al servicio de la comunidad.

Todo creador sabe que las imágenes que selecciona y el orden en que las presenta favorecen cierta vía de interpretación. Sin embargo, su director, Frederick Wiseman, reduce todo lo posible esa inevitable influencia absteniéndose de añadir sus propias palabras a la de los protagonistas.

 Al dar la misma importancia a las voces de directivos, profesionales, usuarios, público y ponentes -al fijar por igual la cámara en todos  los rostros y reacciones- es coherente con una de sus ideas clave: quienes dan sentido a las bibliotecas son las personas. Los materiales que guardan, los recursos que facilitan y las actividades que ofrecen son útiles y significativos solo cuando cualquier miembro de la comunidad puede acceder a ellos para adquirir conocimientos, comunicarse o enriquecer su ocio.

Estoy seguro de que 'Ex Libris' sugerirá reflexiones muy distintas a cada espectador, según su propia biografía, intereses y relación previa con las bibliotecas. En este sentido, el documental es una fuente casi inagotable de ideas. En mi caso, me quedo con:

1. La confirmación de que las bibliotecas son un espacio fundamental para reducir las diferencias socioeconómicas y favorecer la igualdad de oportunidades, gracias a su potencial para detectar y adecuarse a las necesidades de cada barrio y colectivo.
Pueden, si cuentan con los recursos adecuados, facilitar apoyo educativo y medidas de inclusión digital para todas las edades (formación, asesoramiento directo, préstamo de equipos); generar espacios de encuentro, ocio, participación comunitaria y reflexión política; proponer actividades culturales gratuitas y de libre acceso (conciertos, encuentros con autores); atender eficazmente la diversidad y colaborar con el sector educativo y las entidades activas en el ámbito de la intervención social y el desarrollo local.


2. El potencial de combinar financiación pública (la NYPL compite junto con otras entidades por fondos municipales) y privada, sin perder de vista que se trata de lograr los objetivos definidos por el personal técnico de la propia institución, no por quienes aportan el dinero. Eso exige un esfuerzo por clarificar sus fines y comunicarlos de forma eficaz, haciendo consciente a toda la sociedad de su importancia.

3. El imprescindible papel de las personas en la selección de contenidos significativos y de calidad. Los algoritmos informáticos son solo herramientas al servicio de lo humano, no sustitutos.

4. Lo más importante de todo: muchas bibliotecas de nuestro entorno ya desarrollan, en la medida de sus posibilidades (dotación económica y de personal), propuestas similares. Por ejemplo, las bibliotecas públicas de Pamplona-Yamaguchi, Noáin, de Navarra o la de Civican. Merecen reconocimiento y demuestran que el modelo neoyorquino puede también aplicarse aquí para contribuir a mejorar la calidad de vida de toda la población.


22 de octubre de 2019

Yo, Daniel Blake

Ken Loach. Yo, Daniel Blake (2016)

Ken Loach sitúa el origen de esta película en la investigación que su guionista habitual, Paul Laverty, realizó sobre el sistema de protección social británico. La historia de Daniel y Katie se basa en algunos de los testimonios escuchados a personas usuarias y beneficiarias de los servicios de empleo y de las prestaciones económicas públicas. El director señala que descartaron las historias más duras, para que un excesivo dramatismo no fuese en contra de la claridad del mensaje.

La escena más reconocible de la película muestra cómo su protagonista realiza una pintada en la fachada del Jobcentre Plus donde es atendido. Creo que el significado profundo de este hecho se capta solo cuando se relaciona con los momentos anteriores y siguientes, sus causas y consecuencias inmediatas. Sin eso, queda en una anécdota efectista, adecuada para un tráiler  publicitario pero no para la reflexión que intenta generar.

El protagonista, Daniel Blake, muestra hasta poco antes mucho confianza en su capacidad para luchar y resistir, para encontrar soluciones incluso frente a un entorno que no controla. Sin embargo, vive tres episodios consecutivos que destruyen sus esperanzas: la incomprensión de un posible empleador, que no comprende cómo rechaza el puesto de trabajo que parecía estar buscando; el daño psicológico que generan el maltrato institucional y la penuria económica en Katie, obligada a convertirse en un objeto de consumo y a rechazar cualquier vínculo afectivo; los continuos reproches, amenazas y actitud agresiva de la rígida orientadora laboral que le han asignado.


Ante esos hechos, Daniel, veterano carpintero con problemas de corazón, claudica, se da por vencido. En su caso, el acto de protesta y rebelión, el exigir ser tratado con dignidad por el sistema, surge del reconocimiento de la derrota. Y, tan poderoso como injusto, el modelo económico convierte su lamento en un espectáculo público, una diversión momentánea. Una vez pasado el júbilo inicial, no hay consecuencias, ni tan siquiera una pequeña sanción. Aún más amargo es constatar que la policía le trata con mucha más comprensión y cuidado que el sistema de (supuesta) protección: él no es visto como un peligro para la seguridad pública, pero sí se le considera como un posible defraudador, un aprovechado, un vago, susceptible de ser expulsado de entre los merecedores de los bienes que reparte el orden establecido. Es tan solo un payaso irrelevante que ha tenido un minuto de fama, tras el cual no queda rastro.

Somos seres sociales y, de forma inevitable, la mirada de los demás sobre nosotros transforma nuestro autoconcepto. Daniel deja de verse como un miembro reconocido de la sociedad y descubre que está cayendo en la misma situación de invisibilidad que otras personas a las que ha comenzado a mirar gracias a Katie. Vacío por dentro, intenta desaparecer físicamente, encerrado en un piso también sin objetos. De ahí lo rescatarán tanto la solidaridad desinteresada entre iguales como instituciones centradas en defender los derechos de las personas tratadas injustamente por el sistema.


5 de agosto de 2019

Turistas

Vivo en el Casco Viejo de Pamplona desde hace casi diez años. Aquí, en menos de un kilómetro cuadrado se concentran 222 establecimientos de hostelería (uno por cada 51 habitantes) y más de 1800 plazas de alojamiento turístico (una por cada seis residentes).
En mi edificio, nueve de las once viviendas están ocupadas por apartamentos turísticos. Periódicamente atraen a grupos que, alentados por la falta de vigilancia, aprovechan para celebrar fiestas sin control, donde lo normal puede ser esparcir basura en el patio interior, vaciar extintores y convertir las zonas comunes en lugares para gritar, tumbarse o defecar. Lo que era un hogar seguro se ha convertido en un espacio donde quejarse por la conducta de los visitantes implica represalias: el buzón roto, una jamba de la puerta arrancada.
Además, el bar situado en el bajo intenta apropiarse, con sus mesas y toldo, de toda la fachada, incluyendo el acceso al portal, que convierten de hecho en parte de su terraza. Las autoridades municipales consideran que no deben hacer nada, a pesar de reconocer que concedieron la licencia saltándose su propia normativa. ¿Es ahora cuando se puede añadir el adjetivo "kafkiano"?

Ante tal realidad, no es extraño que esté especialmente sensibilizado contra la turistificación de las ciudades y un modelo de ocio basado exclusivamente en el consumo. Como a las administraciones públicas adoradoras del PIB como medida de todas las cosas el problema les importa poco, la situación es más complicada cada año.
Los problemas se agravan en Sanfermines, espacio para el todo vale. Por eso, intento no estar en la ciudad durante el mayor número posible de días. Junto a mi familia, huyo del barrio... y me convierto en un turista más, cómplice de la sobreexplotación, pérdida de identidad y uniformización de las ciudades. Ejerzo durante una semana de súbdito de una sociedad de mercado que instrumentaliza lo que deberían ser espacios para convivir.

Esta vez hemos ido a Polonia, nuestro primer viaje más allá del sol y la playa. Allí, he intentado generar el menor impacto negativo posible -o quizá solo quería establecer diferencias con la mayoría que me permitiesen autojustificarme y redujeran el sentimiento de culpabilidad-. He paseado sin objetivo definido y muy temprano, cuando las calles aún no habían sido invadidas por el resto de turistas. He visitando museos y pequeñas iglesias vacías. Nos hemos movido a pie o en transporte público. Hemos comprado en comercios locales. Sobre todo, hemos sido respetuosos con sus habitantes.
Sin embargo, en muchos momentos me he visto formando parte de las mismas olas de extraños, cenando en uno de los múltiples locales que aprisionan la Plaza del Mercado de Cracovia -un lugar que, por respeto a su historia, debería estar libre del circo de restaurantes que invaden sus cuatro lados- u ocupando el centro de Varsovia. Me inquietaba pensar en las personas que han visto trastocadas sus vidas por un turismo que no les genera beneficios, que destruye y es insostenible. En nuestra huida de un barrio inhabitable -lleno de sudor, orines, basura y ruido- les hemos trasladado una pequeña parte de esa incomodidad.

Es una batalla perdida. La sociedad del ocio como negocio ha encontrado un filón en el turismo de consumo que anestesia nuestras insatisfacciones, convierte viajar en una "necesidad" y nos impulsa a ahorrar para poder pagar las fotos que luciremos con orgullo al volver. Dudo de que sea suficiente con intentar poner en práctica buenos hábitos al viajar.

Posdata: ¿Por qué no ponemos en venta nuestro actual piso? Porque nadie en su sano juicio está dispuesto a trasladarse a un edificio ocupado en un 82% por turistas. Paradójicamente, en este barrio la especulación ha hecho que se disparen los precios de compra y alquiler. Las viviendas ya no son lugares para vivir, sino meras oportunidades de inversión.
Entonces, ¿por qué no nos trasladamos a otra zona de la ciudad? Es sencillo: no queremos sentirnos expulsados, ni obligados a cambiar hábitos por la presión de quienes se están beneficiando al convertir el barrio en un parque temático.

Posdata 2: Descubrí demasiado tarde la Cracovia de Wislawa Szymborska. Solo de casualidad encontré en la calle Radziwillowska la placa que recuerda donde vivió durante casi dos décadas. Me hubiese gustado sentarme en la cafetería Nowa Prowincja, algo así como el Café Gijón polaco...

Posdata 3: Para reflexionar sobre la naturaleza e impacto del turismo, conviene leer webs alejadas del mayoritario discurso complaciente. Entre mis favoritas están Turismografías, la Plataforma de Donostiarras preocupadas por el modelo de turismo, el Colectivo - Asamblea contra la Turistización de Sevilla, la Assemblea de Barris per un Turisme Sostenible y el Grupo de Estudios Antropológicos La Corrala.

6 de abril de 2019

Mies

Agustín Ferrer Casas, Mies. Grafito Editorial, 2019.

Buena parte de la vida profesional de Agustín Ferrer (Pamplona, 1971) ha estado dedicada a la arquitectura; al mismo tiempo, acumulaba premios en certámenes de cómic. Tras apostar por un cambio en su carrera, ha publicado desde 2014 cuatro novelas gráficas: Las apasionantes lecturas del Sr. Smith, Cazador de sonrisas, Arde Cuba y Cartas desde Argel.
Mies aúna ambos mundos y supone su mejor historia, donde demuestra de nuevo sus habilidades para construir personajes llenos de claroscuros, manejar la ironía, mostrar con fidelidad las décadas centrales del siglo XX apoyándose en una rigurosa base documental o usar la ficción para explicarnos de forma más clara la realidad.
Pero creo que aquí ha ido un paso más allá y ha crecido como artista hasta ser capaz de ofrecernos una verdadera obra maestra, editada a la altura por Grafito Editorial. Para mí, el buen arte es aquel que nos hace más felices mientras lo experimentamos, despierta nuestro interés por el mundo al que hace referencia y/o impulsa a participar activamente en lo que nos plantea, generando nuevas preguntas.
Este cómic consigue las tres cosas. Es una experiencia estética y literaria sobresaliente: el autor ha planificado perfectamente la estructura narrativa (por ejemplo, los saltos temporales refuerzan los mensajes que desea transmitir en cada momento) y, quizá emulando el deseo del propio Van der Rohe de meter la naturaleza en los edificios, las composiciones de página -que aquí son muy variadas- dan un protagonismo especial a las obras del arquitecto, convirtiéndolas en fondo con el que interactúan las viñetas.
Además, Ferrer Casas recupera recursos expresivos ya vistos en obras anteriores y que permiten un análisis del cómic como medio -el coloreado de las calles (Cazador de sonrisas) y los elementos que salen de las viñetas-, pero también añade nuevos: personajes traslúcidos que muestran el paso del tiempo en un solo espacio (en una doble página dedicada al Pabellón Alemán para la Exposición Internacional de Barcelona de 1929) y simetrías entre elementos de escenas diferentes (como las paredes de ónice del propio pabellón y la Mansión Tugendhat o el rostro de la esposa de van der Rohe al conocerlo y al abandonarlo).
En segundo lugar, Mies es una fascinante puerta de entrada al arte arquitectónico. El autor nos muestra, con una envidiable claridad pedagógica, la motivación y significado de las principales obras de uno de los más importantes arquitectos del siglo XX, pero su minuciosa documentación nos deja detalles y pistas para que podamos seguir investigando por nuestra cuenta: la influencia de San Agustín, quiénes eran Pius Pahl y ¿Grete Stern? ("protagonistas" de una escena que rememora, con sus juegos de sombras, el cine de espías), la historia de la Escuela Bauhaus, los tres cuadros -obra de Kandinski, Klee y Beckmann- de los que van der Rohe nunca se separó, etc.
Por último, esta novela gráfica va más allá de una reflexión sobre si Mies van der Rohe podía ser un gran profesional al mismo tiempo que una persona detestable para plantear, en un final lleno de poesía, una pregunta mucho más interesante: ¿merece la pena sacrificar a tantas personas, e incluso a uno mismo, en la persecución de un solo ideal?
Una lectura superficial podría hacer pensar que Agustín Ferrer es demasiado complaciente con su protagonista, en especial en los aspectos políticos. Sin embargo, hay que tener en cuenta que se limita a ceder la voz narrativa al personaje a través de sus recuerdos -tanto los que comparte como los que guarda para sí mismo- y pocos serían capaces de mirar con sinceridad plena su propia biografía. En este sentido, algo significan, además, las urracas presentes en muchos episodios de la vida de este genio de la arquitectura...
En definitiva, es un placer acercarse a este cómic sobre un artista que, al modificar su nombre, mantuvo el de "desdichado" (Mies en alemán) y alcanzó el éxito. Si van der Rohe hizo famosa la frase "Menos es más", en este caso podemos decir que, gracias a Agustín Ferrer Casas, "Mies es más".

7 de enero de 2019

Las chicas

Emma Cline, Las chicas. Ed. Anagrama, 2016.

Finales de la década de los sesenta, California. Principios del verano, catorce años.
Un tiempo en apariencia infinito por delante, apenas supervisado en la periferia por los adultos, sin más obligaciones y estructura que las marcadas por las horas en las que el sol obliga a buscar cobijo. La amistad como único centro, la formación de un grupo de iguales, el descubrimiento del deseo, la camaradería y la solidaridad, la naturaleza como espacio para ser libres y encontrar lo inesperado.
Siendo todo esto, Las chicas es el reverso tenebroso e inquietantemente realista de otras novelas de iniciación, un Cuenta conmigo sin concesiones a la esperanza.
Evie Boyd necesita, como todos nosotros, sentirse reconocida y apreciada; adolescente, no sabe esconderse a sí misma de ese anhelo, disfrazarlo y olvidarse de él con otras ocupaciones. El hambre de cariño e identidad, unida a la conciencia de que quienes la rodean en su vida diaria son tan imperfectos y están tan desorientados como ella en su búsqueda de afecto a trompicones, la lanzan en los brazos de una comuna alternativa. Desesperada por dar y recibir amor y protección, por sentirse parte de algo y huir de un mundo que la daña sin descanso, se vuelve ciega a la podredumbre, la violencia y las señales de alarma.
Aunque muchos comentaristas resaltan los elementos comunes con la secta de Charles Manson -por cierto, no entiendo la complaciente fascinación que genera en muchos artistas de la cultura popular-, creo que eso no es lo más importante del relato ni lo que lo convierte en una gran novela.
Con una prosa plagada de imágenes lúcidas y tan reveladoras que nos hieren y cuestionan, la autora utiliza esos hechos trágicos para desnudar nuestra naturaleza. Nos recuerda que el futuro en el que creíamos de jóvenes, cuando aún había tanto por delante, lleno de promesas y oportunidades desconocidas, luminoso y esperanzado como el más feliz de los veranos, se ha convertido en un presente más gris.
También que hay cosas que nunca dejamos de ser, como Evie, que en su madurez anhela y rechaza al mismo tiempo el contacto con otras personas, manteniéndose como espectadora de sus propias relaciones.
O que hay historias siempre repetidas, inevitables pese a todas las advertencias, cuando no queremos ver la realidad porque deseamos alargar la promesa de felicidad con una persona en concreto, como Sasha, uno de los personajes secundarios que desencadenan el recuerdo.
Y, por último, nos sitúa sin poder cerrar los ojos ante nuestra capacidad para odiar de múltiples formas, para hacer tanto daño como el amor que podemos dar, mucho más marcados por el contexto de lo que nos gusta creer. En este sentido, la novela parece más vinculada a reflexiones como El efecto Lucifer, de Philip Zimbardo, que a una insana nostalgia por la crónica de sucesos.