19 de julio de 2015

La renta básica no es el problema

Los interrogantes con los que iniciamos el análisis de cualquier realidad social abren caminos para encontrar respuestas, pero al mismo tiempo ocultan otras posibilidades. Las preguntas que elegimos amplían y limitan, dan y quitan mientras orientan nuestra búsqueda de soluciones.

El punto de vista que asumimos, el paisaje que somos capaces de incluir en la foto de partida, determinará también en qué territorios encontraremos la meta. Por eso, aunque hay problemas para los que conviene utilizar un gran angular y otros que requieren el zum más detallado, conviene mirar de vez en cuando por encima de la cámara para asegurarnos de no perder la perspectiva complementaria.

La forma en que algunos discursos públicos se refieren a la renta básica -ahora en Navarra, renta de inclusión social- es un ejemplo claro de cómo fijar la atención en lo accesorio, siguiendo las premisas de determinadas ideologías, impide descubrir las cuestiones realmente importantes.

Al advertir del cada vez mayor coste que implica, se ignora que supondrá solo un 2’1 % del presupuesto general para 2015 en Navarra (el 1’4 % en 2014, cuando las condiciones de concesión eran más restrictivas). Es un gasto significativo, pero también la única o principal fuente de ingresos estables para muchas personas y familias (el 4’2 % de la población en 2014), que facilita su subsistencia en épocas en las que necesitan más apoyo. Además, está asegurado el retorno de ese dinero a la economía foral, ya que en su mayor parte se invierte en la compra de bienes y servicios básicos (alimentación, vestido, equipamiento de la vivienda, pago de suministros). Creo que es difícil encontrar partidas que afecten más directamente al bienestar de la población.

Quien alega que desincentiva la búsqueda de empleo y de formación olvida cómo el trabajo pierde cada vez más peso como factor de inclusión y que la inestabilidad laboral, con sucesivas entradas y salidas del mercado, se convierte progresivamente en la norma para gran parte de la población; además, cada vez es más habitual el perfil del trabajador pobre en nuestro entorno (el 12'3 % en España en 2014). El empleo estable no es por sí mismo la solución para las dificultades de integración, ni una meta que pueda alcanzar gran parte de la población de nuestra sociedad posindustrial. También es discutible el mantra que señala a la formación y, más recientemente, al emprendimiento como soluciones mágicas para cualquier persona en desempleo (culpabilizándolas de nuevo: “si no trabajas, es que no te has esforzado en formarte; si tu negocio no triunfa, es porque no sabes hacer las cosas bien… Así que, ¿quién va a querer contratarte?”).

Debemos preguntarnos si lo que percibimos en algunas personas (advirtiendo, además, que los discursos en contra de la renta básica toman la parte por el todo) como falta de motivación no es el resultado de la carencia de apoyos y oportunidades, de desigualdades vividas desde el nacimiento o de la ansiedad ante la continua incertidumbre que genera un modelo económico cada día más exclusor, que acaban asentando sentimientos de indefensión y generan procesos de toma de decisiones basados únicamente en el corto plazo.

Cuando escucho a profesionales de la intervención social defender los argumentos en contra de la renta básica, pienso que sería bueno buscar parte de la responsabilidad en nosotros mismos. Quizá no tenemos la habilidad suficiente para facilitar cambios en algunas de las personas con las que intervenimos. Tal vez las estructuras y servicios, demasiado rígidos o limitados, no se adaptan a sus necesidades. Puede que planteemos objetivos inalcanzables porque se nos presiona para encajar a todos los usuarios en el molde de la norma social (y cuando se fuerza demasiado a alguien, sin tener en cuenta quién y como es, lo normal es que se resista o se enfrente). A lo mejor hemos contribuido a generar un sistema en el que atendemos con más o menos rapidez demandas económicas pero no damos la misma respuesta a las necesidades personales y emocionales de quienes piden ayuda; por tanto, les hemos enseñado a demandar dinero o prestaciones tangibles de la forma más efectiva posible, pero sin dar ningún motivo para que compartan sus dificultades reales con nosotros o acepten participar en un proceso de acompañamiento profesional que implique cambios vitales.

Porque este es el verdadero problema: no hay demasiada renta básica, sino pocos recursos de apoyo personal que la complementen y alternativas, adaptadas en intensidad y estrategias a las muy distintas realidades de las personas atendidas, que les permitan (re)encontrar un espacio de participación social propio. Y sería bueno que en su diseño se tuviera en cuenta que quienes más dificultades tienen son quienes necesitan más tiempo y recursos de mayor calidad.

Otro argumento muy escuchado es: ¿y el fraude? ¿Acaso no hay perceptores de renta básica que engañan? Sí, claro; pero su existencia, como en el resto de prestaciones y estructuras sociales -sanidad, vivienda pública, contratos, etc.- no es un motivo para deslegitimarla, sino para actuar en dos vías: establecimiento de controles y, nuevamente, búsqueda de alternativas de apoyo para las personas afectadas.

Por último, sería bueno recordar con frecuencia el beneficio que para toda la sociedad supone contribuir a apoyar a las personas con más dificultades. La solidaridad y la confianza generan solidaridad y confianza; disponer de estructuras que defienden la ética del apoyo mutuo configura una convivencia más positiva para cualquier de sus miembros.