7 de enero de 2019

Las chicas

Emma Cline, Las chicas. Ed. Anagrama, 2016.

Finales de la década de los sesenta, California. Principios del verano, catorce años.
Un tiempo en apariencia infinito por delante, apenas supervisado en la periferia por los adultos, sin más obligaciones y estructura que las marcadas por las horas en las que el sol obliga a buscar cobijo. La amistad como único centro, la formación de un grupo de iguales, el descubrimiento del deseo, la camaradería y la solidaridad, la naturaleza como espacio para ser libres y encontrar lo inesperado.
Siendo todo esto, Las chicas es el reverso tenebroso e inquietantemente realista de otras novelas de iniciación, un Cuenta conmigo sin concesiones a la esperanza.
Evie Boyd necesita, como todos nosotros, sentirse reconocida y apreciada; adolescente, no sabe esconderse a sí misma de ese anhelo, disfrazarlo y olvidarse de él con otras ocupaciones. El hambre de cariño e identidad, unida a la conciencia de que quienes la rodean en su vida diaria son tan imperfectos y están tan desorientados como ella en su búsqueda de afecto a trompicones, la lanzan en los brazos de una comuna alternativa. Desesperada por dar y recibir amor y protección, por sentirse parte de algo y huir de un mundo que la daña sin descanso, se vuelve ciega a la podredumbre, la violencia y las señales de alarma.
Aunque muchos comentaristas resaltan los elementos comunes con la secta de Charles Manson -por cierto, no entiendo la complaciente fascinación que genera en muchos artistas de la cultura popular-, creo que eso no es lo más importante del relato ni lo que lo convierte en una gran novela.
Con una prosa plagada de imágenes lúcidas y tan reveladoras que nos hieren y cuestionan, la autora utiliza esos hechos trágicos para desnudar nuestra naturaleza. Nos recuerda que el futuro en el que creíamos de jóvenes, cuando aún había tanto por delante, lleno de promesas y oportunidades desconocidas, luminoso y esperanzado como el más feliz de los veranos, se ha convertido en un presente más gris.
También que hay cosas que nunca dejamos de ser, como Evie, que en su madurez anhela y rechaza al mismo tiempo el contacto con otras personas, manteniéndose como espectadora de sus propias relaciones.
O que hay historias siempre repetidas, inevitables pese a todas las advertencias, cuando no queremos ver la realidad porque deseamos alargar la promesa de felicidad con una persona en concreto, como Sasha, uno de los personajes secundarios que desencadenan el recuerdo.
Y, por último, nos sitúa sin poder cerrar los ojos ante nuestra capacidad para odiar de múltiples formas, para hacer tanto daño como el amor que podemos dar, mucho más marcados por el contexto de lo que nos gusta creer. En este sentido, la novela parece más vinculada a reflexiones como El efecto Lucifer, de Philip Zimbardo, que a una insana nostalgia por la crónica de sucesos.