25 de julio de 2014

Babbitt

Sinclair Lewis, Babbitt (1922)

Cuando un lector se acerca a esta novela sin referencias previas sobre el autor y la temática de su obra, piensa que se relacionará con ella de la misma forma que con tantas otras: podrá elegir entre distanciarse y utilizar lo que cuenta como un entretenimiento más o implicarse en el relato y reflexionar así sobre su propia experiencia del mundo.
Los primeros capítulos, donde el autor parece invitar a mofarse del protagonista, confirman esta expectativa. Babbitt no es demasiado inteligente, ha fracasado en su vida familiar y nos disgusta que su única respuesta a una vida anodina sea repetir cada noche fantasías adolescentes.
Hacía años que el hada acudía a él. Donde los demás solo veían a George Babbitt, ella percibía al joven apuesto (...) Su esposa y sus vociferantes amigos intentaban seguirle, pero él escapaba, la joven volaba a su lado y se acurrucaban los dos en una umbrosa ladera. ¡Era tan esbelta, tan blanca, tan apasionada!
Sin embargo, mientras avanza la narración, descubrimos nuevos matices en un personaje descrito al principio como alguien que
(...) no hacía nada en particular (...) pero era ducho en el oficio de vender casas por más de lo que la gente podía pagar.
Vemos que es capaz de establecer una relación siempre auténtica -y, por tanto, muchas veces incómoda- con al menos una persona, su amigo de la época universitaria Paul Riesling, e intermitentemente con su hijo, un joven lleno de energía pero poco brillante. A pesar de no ser un santo, pone límite a su participación en algunos tejemanejes del sector inmobiliario, lo que le obliga a enfrentarse con un poderoso suegro, la prensa y los políticos corruptos. Reúne el valor necesario para reconocer la sociedad de cartón piedra en la que vive, la falsedad, egoísmo y complacencia de quienes forman su círculo; a la vez, es suficientemente inteligente (y cobarde) como para aprovecharse de ello y ascender en esa misma escala social, cimentada en una vida sin sentido.
Tenía conciencia de la vida, y se sentía un poco triste. Sin ningún Vergil Gunch ante el que adoptar una expresión de resuelto optimismo, veía, y medio admitía ver, su modo de vida como algo increíblemente maquinal. Trabajo maquinal: una venta apresurada de casas mal construidas. Religión maquinal: una iglesia dura y seca, separada de la vida real de las calles, tan inhumanamente respetable como una chistera. Golf y banquetes y conversaciones y bridge maquinales. Y exceptuando a Paul Riesling, amistad maquinal: palmadas en la espalda y chistes, sin atreverse nunca a ensayar la prueba del silencio.
Babbitt, en definitiva, se nos muestra como un hombre lleno de contradicciones, lo que convierte el retrato cartoon del inicio en una descripción llena de matices.
Y, mientras avanzamos en la lectura, tenemos que asumir que el marco del relato, presentado de forma descarnada, con un humor doloroso, se parece de manera inquietante a nuestro mundo actual. Zenith, una urbe ficticia del Medio Oeste americano, es como las ciudades en las que vivimos, donde
La extraordinaria, creciente y sensata estandarización de tiendas, oficinas, calles, hoteles, atuendo y periódicos (...) demuestra lo firme y perdurable que es esta civilización nuestra.
Nuestros medios de comunicación se asemejan cada vez más al Evening Advocate, el diario local al servicio de los poderes económicos, lleno de artículos pagados y noticias entretenidas (el infotainment) que ocultan la realidad. La actual fascinación por el último smartphone equivale al que muestran los personajes por el encendedor de lujo que Babbitt ha comprado para su coche. Y tantos otros ejemplos de un modelo que beneficia a unos pocos:
(...) la vieja Galop cuenta con la mayor proporción de ciudadanos propietarios de sus casas de todo el estado; y cuando la gente es propietaria de su casa, no anda organizando conflictos laborales y se dedica a cuidar de sus hijos en vez de dedicarse a armar jaleo.
Todos estaban de acuerdo en que había que mantener en su sitio a las clases trabajadoras; y todos consideraban que la Democracia Americana no implicaba ninguna igualdad en la riqueza, pero exigía una saludable afinidad en el pensamiento, el atuendo, la pintura, la moral y el vocabulario.
Así, ya está todo preparado para propinar un golpe al lector actual. Si reconocemos claramente que los males de la sociedad del relato son los mismos que padecemos noventa años después, que ese sueño del progreso permanente que glorifica a los objetos de consumo -tantos veces citados en mayúscula en el relato, como dioses o tótems- no ha cambiado... ¿no debemos preguntarnos también si nos parecemos a Babbitt más de lo que estamos dispuestos a asumir?  ¿Sabemos lo que realmente necesitamos y queremos?
Él, que tanta fe en la vida había tenido de muchacho, no sentía ya gran interés por las posibles e improbables aventuras de cada nuevo día.
¿Qué deseaba él? ¿Riqueza? ¿Posición social? ¿Viajar? ¿Sirvientes? Sí, pero solo como algo secundario.
"Me rindo", se dijo con un suspiro.
¿Hay salida, una solución? El autor cree que no para este hombre de casi cincuenta años, que durante la novela tantea alternativas para
(...) tener la sensación de haber encontrado algo en la vida y haber roto con todo lo que era normal y decente, una ruptura aterradora y emocionante.
En realidad, escapatorias falsas que le hacen volver al punto de partida: huye hacia una supuesta vida idílica en la naturaleza, engaña a su esposa con mujeres más jóvenes que ni le quieren ni le desean, vive de noche en una fiesta permanente con un antipático grupo de esnobs e, incluso, inicia una tímida defensa de los obreros, rápidamente cercenada por la presión social.
Solamente habrá una oportunidad para el hijo, que aún no está atado a una esposa, una familia, una casa y una fuente estable de ingresos que le han dado a George Babbitt tanto como lo que le han quitado:
(...) yo casi nunca he hecho una sola cosa en toda mi vida que quisiera en realidad hacer. No sé si he logrado algo más que ir tirando. Creo que he conseguido una mínima parte de lo que parecía posible (...) Pero siento una especie de hormigueo de placer al pensar que sabías lo que querías y lo has hecho. Mira, esa gente de ahí fuera intentará adoquinarte y hundirte. ¡Mándalos al infierno! Yo te respaldo (...) No te preocupes por la familia. No, ni por todo Zenith... ¡Sigue adelante, muchacho! ¡El mundo es tuyo!
Oportunidad que no supo encontrar Sinclair Lewis, que murió alcohólico en Roma, olvidado por una sociedad incómoda ante el espejo que este premio Nobel se atrevió a ponerle delante.

Me recuerda a...
Otra novela con agudos retratos de sus personajes, que sirven como reflejo de los males de la estructura social del siglo XX. La colmena (1951), de Camilo José Cela.