3 de noviembre de 2016

Bajo el influjo del cometa

Jon Bilbao, Bajo el influjo del cometa. Ed. Salto de Página, 2010.

Este libro de cuentos es la elección de noviembre en la tertulia de la Biblioteca de Noáin, a la que tengo la suerte de acudir ocasionalmente como dinamizador.

Ocho piezas breves que recuerdan a norteamericanos del siglo XX como Carver y lanzan un mensaje común: la distopía somos nosotros, el futuro más negativo es la realidad en que vivimos hoy.

Porque solo hay derrota en los personajes, que experimentan distintas formas de pérdida o la insatisfacción de no saber apreciar lo que tienen ("Los tres detenidos en un presente perpetuo. Un presente para ser recordado y del cual aprender. A menudo lamento no haberlo hecho". De Una victoria parcial). Leemos sobre seres que tienen sentimientos o inclinaciones considerados socialmente incorrectos y egoístas, pero frente a los que han decidido que nada pueden hacer. Casi todos guardan un lado oculto, conscientes de que no deben mostrarlo en público; si se descubre, serían reprobados y les atraparía la vergüenza. En ocasiones, sin embargo, lo único que les une a otro seres es precisamente lo negativo, compartido en secreto.
  
"Podría considerarse que el cometa lo ilumina todo. Que ahora tampoco de noche es posible ocultar lo que no se quiere que se vea (...) En nuestras casas podemos encender luces. Todavía podemos iluminar solo lo que deseamos". De Bajo el influjo del cometa.

El autor convierte sus relatos en una experiencia inquietante. A muchos de sus personajes les niega un nombre, o apenas sabemos nada de ellos mientras actúan en entornos poco definidos, sin personalidad propia, casi vacíos -pueblos de veraneo, casas aisladas de sus vecinos- o con límites difusos -siempre cerca del mar, extensión de agua sin final visible-. Esta voluntaria falta de detalle dispara un mecanismo similar al de los cómics realizados con dibujos poco realistas o icónicos -lo explica Scott McCloud en la obra de referencia Entender el cómic. El arte invisible-: los lectores, al estar obligados a aportar información propia para completar el retrato, se ven impulsados hacia una mayor identificación con lo que tienen ante sus ojos.

También hay elementos destacables en el estilo y estructura de los textos, como varias afirmaciones de significado abierto repartidas a lo largo de los cuentos y que aumentan la sensación de amargura, inseguridad e indefinición; por ejemplo, ¿hace referencia El mejor regalo posible a la sorpresa de cumpleaños para la amante o quizá sugiere cómo el protagonista cede a la fuerza un hijo? O el juego irónico con la referencia a las elipsis temporales en Ha desaparecido un niño, recurso que tres páginas después se utiliza por partida doble.

El resultado de todo ello es que Jon Bilbao construye un libro que nos atrapa y desde el que nos mira como el animal de Soy dueño de este perro: "De nada serviría huir (...) lo sabía todo acerca de él".

23 de septiembre de 2016

Conectando puntos

Lamberto Maffei (Alabanza de la lentitud, 2014) comparte con otros intelectuales italianos una fuerte preocupación por  el cada vez mayor dominio -ya casi una dictadura- de lo digital en el nuevo imaginario de la sociedad.

Como él, Nuccio Ordine (La utilidad de lo inútil, 2013), Roberto Casati (Elogio del papel. Contra el colonialismo digital, 2013) y Pier Vittolio Aureli (Menos es suficiente, 2013) han visto recientemente publicados en España ensayos breves. Los cuatro se caracterizan por una visión amplia de la cultura y el conocimiento; usan una inteligente combinación de saberes técnicos y argumentos humanistas, de arte y de ciencia, para desvelar los peligros a los que estamos abocados si no somos críticos con el discurso que alienta el consumo permanente, ensalza solo lo instrumental y denigra cualquier forma de pensamiento libre.

Esa forma de pensar es, precisamente, la que nos permite disfrutar de las cosas importantes de la vida y nos muestra caminos para analizar el mundo más allá de categorías fijas y opuestas, del blanco y el negro. Por eso, es lógico que Ordine y Maffei se sientan atraídos por el oxímoron: su sentido metafórico nos guía en el descubrimiento de nuevos conceptos y alternativas.

En una parte de su escrito, el neurobiólogo Maffei cita al sociólogo Zygmunt Bauman que, en su libro Vida de consumo (2007), "sostiene que el tiempo no se percibe ya como un continuum, sino como una serie de puntos, cada uno de los cuales tiene una historia limitada, con su nacimiento y su fin, y un escaso coeficiente de correlación con los demás, como si fueran acontecimientos independientes producidos por causalidad". Y añade: "Este concepto modificado del tiempo tiene su correspondencia en la neurosis de vivir el momento, una patología surgida del deseo irremediable de construir la línea, de dar continuidad a los puntos".

¿Cómo no recordar en ese momento el famoso discurso de Steve Jobs en Stanford y, sobre todo, su primera historia sobre "conectar los puntos"? Ese que se ha convertido en fuente de inspiración para todos los emprendedores de postín, que "encuentran lo que aman"... siempre que esté relacionado con el éxito económico y mediado por la innovación tecnológica, claro.

La cadena de asociaciones me recuerda al filósofo David Hume, que debería suponer mejor inspiración que Jobs, el representante más atractivo y paradigmático del consumo digital. En su Tratado de la naturaleza humana (1739), afirmaba que "lo que llamamos mente no es sino un montón o colección de percepciones diferentes unidas entre sí por ciertas relaciones y que se suponen, aunque erróneamente, dotadas de perfecta simplicidad e identidad". Así pues, ¿defiende la visión de la vida como una sucesión de episodios aislados -como tuits o anuncios- y la inexistencia de una identidad personal -somos un vacío que llenará el bombardeo mediático, tragado sin filtro-? Aunque esa ha sido una interpretación habitual, la reflexión nos lleva más allá: Hume es un firme defensor del método experimental pero huye del dogmatismo, acepta que esa forma de conocimiento tiene límites y que puede haber realidades inverificables a través de la experiencia, sobre las que quizá no podamos saber pero que no debemos descartar... ni asumir automáticamente. Nos conmina a ser adultos que, en lugar de estar guiados hacia el consumo, piensan con flexibilidad, sin acatar una respuesta predefinida.

Para conectar el principio con el fin, una nueva cita del libro de Maffei. "La grandeza del hombre reside en su modestia y en reconocer que todo tiene importancia: el sol, el amanecer, el atardecer, las discusiones, los juegos, los poemas, el pensar por pensar, aunque todos estos goces supongan consumir un poco menos".

16 de septiembre de 2016

Cómplices

Es difícil, para quien no vive en el Casco Antiguo de Pamplona, darse cuenta de la degradación progresiva que el barrio está sufriendo, similar a la de otras zonas históricas de ciudades españolas. En ese proceso, muchas partes son cómplices:

La clase política, que permite, facilita y alienta -habrá que preguntarse por qué- la implantación de un modelo económico basado en una sola actividad: determinado tipo de hostelería asociado a una forma específica de entender la diversión y el turismo. En lugar de cumplir con su tarea de proteger a la ciudadanía e intentar revertir la situación, le resulta más sencillo y beneficioso aliarse con quienes causan los problemas, impulsando un tipo especial de gentrificación.

Los dueños del capital, que ven en los bares y en los pisos turísticos una forma rápida de hacer negocio, con la que sustituir opciones de inversión menos rentables en la actualidad. Es significativo el número de locales que tienen como socios a empresarios del sector inmobiliario y/o relacionados con los políticos.

También las personas que se pliegan de buena gana a esa forma de consumir y hacer uso de los espacios públicos, tolerando o incluso haciendo aquello que se negarían a aceptar donde viven diariamente. Qué sencillo y tranquilizador es pensar en el Casco Antiguo no como una zona residencial en la que viven personas iguales a las del resto de la ciudad, sino como un parque temático en el que los edificios son solo fachadas de cartón piedra y los vecinos actores de reparto.

Gracias a todos ellos el barrio deja de serlo para convertirse en un basurero, en un macroespacio para el desahogo y para acumular la porquería que el resto de la ciudad no quiere ver. Externalizar los costes, se llama.

Pero lo que más rabia me causa es el bajo nivel de las justificaciones con las que los implicados intentan esconder su egoísmo. Demasiadas veces han recurrido ya a que con la situación actual se “da vida” a las calles; a ver si se enteran de que la vida surge de diversificar la actividad comercial y económica y de contar con parques, plazas y dotaciones culturales o deportivas repartidas por el espacio público. O se inventan ese nuevo derecho a la diversión -entendida solo como ir de bar en bar, tirar mierda en la calle, gritar hasta reventar y celebrar despedidas de soltero con charangas- que parece estar por encima del respeto a las únicas víctimas de este tinglado, a las que nadie interesa escuchar, que somos las y los vecinos. A fin de cuentas, qué importamos menos de 11.000 personas en comparación con el dinero que se genera en nuestras calles. Ya nos iremos, ahora que tanto estorbamos.

15 de marzo de 2016

Altas presiones

El sistema nos promete que podemos disfrutar de un buen tiempo permanente: seguridad económica y acceso a cualquier cosa que deseemos... consumir; nuevas oportunidades profesionales que ni tan siquiera imaginamos (¡el mundo cambia rápido!, ¡de ti depende subir al tren o morir en las vías!); una carrera laboral llena de éxitos y puestos de responsabilidad en los que aumentará nuestro salario, disfrutaremos de una privilegiada sensación de poder y de la envidia de la mayoría.

Sin embargo, hay condiciones: tenemos que hacer lo que él nos pida, convertirnos en merecedores de sus bendiciones. Consumir hasta consumirnos, gastar mientras nos desgastamos, acumular (títulos, dinero, cosas) al tiempo que nos vaciamos de vida, pelearnos (ahora se le llama competir) como fieras.

Todo para intentar reducir la sensación de provisionalidad y el temor a que el dinero en el banco no sea, alguna vez, suficiente. Pero ese miedo nunca se elimina, nunca llega la tranquilidad completa.

Y así nos convertimos en un elemento más de un modelo de crecimiento insostenible que beneficia exclusivamente a quienes están en la cúspide de la cadena alimentaria.

No siempre el influjo de las altas presiones hace lucir el sol. En nuestra sociedad actual, su calor nos quema y vuelve el aire pesado e irrespirable.

¿Hay elección? No lo sé. A pesar de ello, quiero intentar sacar adelante pequeñas ideas de las que no podré vivir, pero que me darán vida -el camino tiene sentido en sí mismo-.

A lo mejor me equivoco y soy un irresponsable que, en estos tiempos de casino global, apuesta por los peores números. O quizá el cómo importa más que el cuánto.

29 de febrero de 2016

Criminal 1. Cobarde

Ed Brubaker y Sean Phillips, Criminal 1. Cobarde (2006-2007)

La gente del negocio sabe que Leo es un ladrón, y muy bueno además. El único problema, dicen, es que se preocupa demasiado por respetar sus propias reglas: trabaja solo, no tolera las armas ni las drogas y tiende a huir en cuanto las cosas se complican. Pero la narrativa negra nos enseñó hace tiempo que todo -las personas, la economía, la sociedad- tiene una cara oculta.

Criminal 1 respeta y actualiza con maestría los mecanismos del hardboiled; en especial, recuerda a algunos clásicos del género como La jungla de asfalto, de W. R. Burnett y las novelas de la serie Parker escritas por Donald E. Westlake. Se nota que Ed Brubaker, el guionista, creció rodeado de cine negro, mientras que su dibujante, Sean Phillips, maneja como pocos el ritmo de la narración gracias a un uso medido de los planos -qué importantes son los rostros y las miradas en esta historia- y del tamaño de las viñetas.

La trama incluye giros argumentales, escenas de acción, diálogos con sabor añejo y un crecimiento de los personajes y sus relaciones suficientes para obligarnos a leer todo el relato de una sentada y acabar admirando a ese triste y valiente cobarde que es Leo. Además, completa su homenaje al pasado con un guiño metaliterario: la tira de prensa que leen los personajes se titula Frank Kafka, detective privado, está escrita por Jacob K. y tiene un aire al Dick Tracy de Chester Gould.

Sin embargo, más allá de los aspectos formales, el principal valor de este cómic se encuentra en el discurso oculto tras los hechos. Los elementos habituales en el género negro -ciudad, bares, corrupción, avaricia, atracción, venganza- son piezas que permiten hablar de las responsabilidades unidas al pasado (“Nadie se quita del todo”, Leo dixit), de las obligaciones que nos atan y a la vez nos mantienen vivos, de las inevitables consecuencias de la violencia. Todo con un aire de fatalismo y soledad similar al que emanaban los relatos de David Goodis (Disparen sobre el pianista), para el que la vida jamás tuvo solución… Aunque en esta historia quizá quede alguna esperanza si hacemos caso a Leo: “Nunca hagas un plan con una sola salida”. O quizá no…