11 de octubre de 2020

Fahrenheit 451

Ray Bradbury, Fahrenheit 451 (1953)

Rencontrarse con algunos libros años después de la primera lectura provoca, inevitablemente, volver a sentimientos e ideas unidas a ese momento. Algunas proceden de las propias obras, pero otras formaban parte del contexto vital del pasado. Creo que ambas se mezclan y pueden llegar a confundirse, porque son ya inseparables.
 
En mis primeros años de adolescencia me fascinaba la ciencia ficción. Leí a Shelley, Wells, Asimov, Orwell, Bradbury, Clarke y Dick. Pero esa atracción se transformó de golpe en rechazo y, años más tarde, en incomodidad y sensación de tristeza. Coincidió con la muerte de mi padre; en aquellos días, lo recuerdo con claridad, estaba leyendo una recopilación de relatos de varios autores del género, que abandoné antes de devolver a la biblioteca. Como cuando el cuerpo, de manera instintiva, deja de comer  los platos que tomó justo antes de enfermar, me alejé casi por completo de estas historias.
Es curioso cómo se comporta la mente. En un artículo de prensa (Los fantasmas de los demás, El País, 16 de agosto de 2020), Andrés Barba contaba cómo, tras morir su padre, lo veía a veces andando por la calle; no confundiéndolo con otra persona de rasgos parecidos, sino siendo él. Al leerlo, caí en la cuenta de que a mí me pasó lo mismo. Como al escritor madrileño, no me suponía una sorpresa ni llegué a preocuparme por mi salud; era consciente de que se trataba de un efecto de la nostalgia y del proceso de adaptación a la nueva realidad. Suponía, incluso, cierto consuelo efímero, una oportunidad para recordar.
 

Con motivo del centenario del nacimiento de Ray Bradbury, he releído Fahrenheit 451. Una maravillosa sorpresa que, creo, ha contribuido a la lenta transformación de mis sentimientos hacia la ciencia ficción y las distopías; ahora me siento más cómodo con su lectura y vuelvo a tener curiosidad  por el género.
 
Esa nueva atracción por el texto va más allá de su poesía interna, que no recordaba. Quizá sea porque ha coincidido con una época en que doy muchas vueltas a nuestro uso de las tecnologías y lo que implican a la hora de relacionarnos con la realidad y dotar de contenido a nuestro tiempo. En este sentido, creo que hay interpretaciones de la novela que, por complacientes o por centrarse en lo accesorio, se alejan de las preocupaciones y objetivos de su autor.
 

Fahrenheit 451 presenta una sociedad en la que el principal problema no es, como se recuerda en el imaginario popular, la quema de libros. Es fácil sentirse indignado hoy ante la idea de destruir ejemplares. Sin embargo, creo que esa reacción no se debe tanto a la preocupación por el triunfo de la censura o la limitación del derecho de expresión y de la libertad de pensamiento, como por la influencia de un contexto económico en que se potencia el libro únicamente como objeto de consumo.
En El bibliómano ignorante, un ensayo del siglo II, Luciano se dirige a un interlocutor (seguramente hipotético y, por eso, en realidad a cada lector) para realizar una sátira sobre algunas costumbres que siguen vigentes: aparentar en público, el falso elitismo cultural, la compulsión de poseer solo para mostrar... En definitiva, el dar más importancia al objeto como fuente de estatus que al contenido como vía para acceder al conocimiento y la belleza. El comprador de libros al que interpela Luciano recuerdan a los influencers actuales, sujetos: siempre pendientes de aquellos que les halagan, y que a veces publican fotos en los que el libro sirve como complemento o, incluso (¡ay, Señor!) los "escriben".
 
Pero creo que para Bradbury, más lector apasionado que consumidor, los libros tenían un valor extraordinario por ser el vehículo para vivir una existencia activa, creadora y consciente. La desgracia de Montag o Mildred no es (solo) no leer, sino haber dejado de reflexionar y tener conversaciones significativas, sepultar la naturaleza bajo la artificialidad, perder el contacto con el mundo exterior (personas, lugares, ideas, crítica del sistema sociopolítico) y sustituir las emociones por una estimulación constante y pasiva. Eliminar el dolor supone acabar con los recuerdos, el deseo y el conflicto interno, morir en una vida anestesiada, convertirse en un recipiente vacío. Inquietantemente parecido a la corriente de positividad tóxica que nos invade.
 
De hecho, la sabiduría de Clarisse, uno de los detonantes de la toma de conciencia del protagonista, procede del pasado transmitido oralmente por su tío, de la convivencia familiar y la experimentación directa del mundo. En cambio, el villano Beatty sí ha tenido contacto con los libros, aunque retuerce su mensaje hasta utilizarlo como un arma.
 
Una obra tan llena de sugerencias como ésta dará lugar a interpretaciones contrapuestas, seguramente marcadas por la ideología y tendencias del lector y, en mi caso, en algunos puntos muy diferentes a las que parecía mantener el propio creador. Además de lo ya dicho, refuerza mi convencimiento de que la desinformación es pieza clave en cualquier proceso de dominación social: los habitantes de la ciudad prefieren vivir de espaldas a la guerra que se cierne sobre ellos, mientras consumen mensajes rápidos tan similares a nuestras redes sociales y a los programas de entretenimiento barato… Pero eso es ya contar demasiado.

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