Hace siete u ocho años escuché a una histórica profesora madrileña de trabajo social afirmar en la Universidad Pública de Navarra que algunas cosas solo saben y pueden hacerlas los trabajadores sociales. Al parecer, no creía necesario completar o justificar esa afirmación, que los oyentes debíamos aceptar como una verdad revelada. Por eso, le pregunté qué era, en concreto, aquello que únicamente nosotros estábamos capacitados para realizar. Tras unos segundos de silencio, afirmó con rotundidad -y pareció decirlo así, con mayúsculas y en negrita-: "el INFORME SOCIAL, que es la herramienta exclusiva de los trabajadores sociales". Ahí quedó la cosa: sin más ejemplos, explicaciones ni argumentos. No sé si lo más sorprendente fue la respuesta o la aparente conformidad del auditorio.
Preocupante. Por la falta de argumentos, por minusvalorar a profesionales con los que deberíamos colaborar cada día, por cerrar los ojos a la realidad de la intervención social. Lo observado y experimentado vale más que los dogmas; mi posición está basada en doce años de trabajo junto a -no por encima de- muchas y muchos educadores sociales que no dependen de nadie -aunque escuchen y colaboren con otros- para plantear objetivos y desarrollar intervenciones globales, además de elaborar diagnósticos e informes tan bien como sus compañeros trabajadores sociales.
¿De dónde surge este interés por limitar las atribuciones de otras figuras profesionales? ¿Qué persigue esta estrategia? Creo que la respuesta es clara -y reconocida cuando se habla en pequeños grupos-: los trabajadores sociales tenemos miedo a perder espacios y competencias laborales. Preferimos, en vez de preguntarnos cómo mejorar y demostrar nuestra valía, centrar los esfuerzos en lograr que la legislación asegure puestos para personas que hayan estudiado Trabajo Social, copar las coordinaciones de los servicios, tener la última palabra en cualquier decisión y que solo nosotros podamos firmar un informe, aunque lo haya redactado una compañera que, por supuesto, debe cobrar menos. Lo más grave es que este egoísmo nos impide crecer aprendiendo de los demás y compartiendo lo que sabemos. Parece que hemos aceptado interpretar nuestro mundo laboral como una jerarquía en la que los psicólogos están por encima de los trabajadores sociales y estos por encima de los educadores, como si fuese un consuelo tener a alguien "por debajo".
Deberíamos ser más valientes y reconocer que no tenemos un cuerpo de conocimiento específico, sino que nos construimos a partir de los aportes de otras disciplinas, y que en la intervención social pueden -y es bueno que lo hagan- participar muchos perfiles profesionales. Más importante que mirar y comparar títulos es preguntamos qué sabemos hacer mejor cada uno de nosotros. Un buen ejemplo de esta forma de trabajar fue el proceso de elaboración, dinamizado por la Red Navarra de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social durante 2012, del texto El acompañamiento como método de intervención en los procesos de exclusión, en el que profesionales de entidades y servicios sociales con distintas titulaciones compartieron sus experiencias sin que se establecieran distinciones en el nivel de participación.
Por nuestro propio bien, centrémonos en sustituir la tendencia a gestionar servicios, tramitar prestaciones y permanecer en el despacho por el deseo de hablar con las personas en sus espacios -la calle, sus casas- y tiempos. En el XI Congreso Estatal de Trabajo Social (Zaragoza, 2009), otra figura del trabajo social español de las últimas décadas se lamentaba porque una brillante alumna había comenzado a trabajar con jóvenes... y tenía que estar en la calle hasta las diez de la noche. ¡Quizá esperaba hacerlo tras una mesa y solo por las mañanas! Luchemos por disponer de tiempos adecuados para el diálogo y la intervención con las personas con las que trabajamos; hay servicios sociales de base que tienen estipulados quince minutos para cada cita y apenas pueden ver a sus usuarios cada dos o tres meses, debido al volumen de expedientes asignados.
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