21 de agosto de 2012

Mirar, reconocer, crecer

Es necesario mirar al otro, ver y sentir lo que nos es habitualmente extraño, para re-conocernos.  Y necesitamos integrar lo que viene de fuera para enriquecernos. Cuanto más amplio sea nuestro horizonte y más lejos lleguemos cuestionando nuestras presuposiciones o ensayando formas distintas de ver el mundo, mejores seremos. Hay que salir de uno mismo para ser más:

• "La cultura consiste en colecciones masivas de capacidades y conocimiento complejos que se transmiten de persona a persona a través de dos medios centrales: el lenguaje y la imitación" (Vilayanur S. Ramachandran). Y, como dice Andrés Ortega, "la capacidad de imitar permite no solo reproducir, sino también aprender a una escala individual, y posteriormente colectiva".

• Creo que fue Gadamer, en un ensayo breve que no logro reencontrar, quien ponía como ejemplo la sensación experimentada por el visitante de un museo de arte contemporáneo al salir a la calle y mirar, con nuevos ojos y mayor capacidad para el detalle, la realidad cotidiana. El extrañamiento positivo al contemplar las obras abstractas permite a nuestra mente captar lo externo de una manera más profunda y consciente.

• Se trata del mismo fenómeno al que hace referencia Jaron Lanier  en una entrevista: "cuando estás en el interior de un mundo virtual y te quitas el visor de la cabeza y miras a tu alrededor, el mundo físico reviste una especie de cualidad superreal con una textura y belleza especiales, y te das cuenta de muchos detalles porque estás acostumbrado a un mundo más simple. Por tanto, de hecho se produce un efecto de aumento de la sensibilidad".

• Conozco a un grupo de escritores de haikus. Coinciden en señalar que escribir atendiendo a reglas de composición y a una lógica artística diferentes a aquellas en la que hemos sido educados les permite relacionarse de una manera complementaria con la realidad y el lenguaje; enriquecer así, de nuevo, la mirada.

• Lo mismo sucede, aunque de una forma más trascendental y necesaria, cuando escuchamos a otras personas o entramos en su vida. Como trabajador social, puedo comprobar lo importante que es abrirme a la experiencia e ideas de aquel a quien atiendo (en todos sus significados: tener en consideración, mirar por alguien o cuidar de él...) para ser capaz de ayudar y, al mismo tiempo, ser uno mismo algo más. Cuanto más escuchamos y nos escuchamos (a veces somos desconocidos para nosotros mismos), nos cuestionamos y ensayamos  nuevos comportamientos, tenemos más posibilidades de mejorar nuestra situación.

Por desgracia, no es este el camino que recorremos como sociedad. Los localismos cada vez más acentuados, los argumentos sustituidos por una competición para ver quién grita más alto que "lo suyo" -"su" lengua, "su" historia, "sus" costumbres, "sus" paisajes- son los mejores del mundo (cada día hay más candidatos a ser el pueblo elegido) nos hacen retroceder en el camino.

Un último ejemplo, algo más ligero: (de nuevo) Jaron Lanier advierte en Contra el rebaño digital. Un manifiesto que la estandarización de las representaciones musicales a través de MIDI ha convertido las notas "en una estructura rígida y obligatoria", reduciendo la innovación e imponiendo "una microestructura sonora idéntica una y otra vez". Sus palabras las ha confirmado el CSIC: "Los cambios de acordes sencillos, los instrumentos comunes y el volumen fuerte son los ingredientes de la música actual". Cada día más parecida a sí misma, más mecánica y previsible, más atronadora... Como nuestra forma de ver, de pensar y relacionarnos.

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